El Defensor del Pueblo, tal como es descrito en el artículo 54 de la Constitución Española, tiene como misión “supervisar la actividad de la Administración dando cuenta a las Cortes Generales” (art. 54 de la Constitución Española), a saber, se encarga de realizar recomendaciones a los administraciones públicas en pos de promover el uso adecuado de sus poderes y de la protección de los derechos codificados en la Constitución. De esta manera, el Defensor puede considerarse una “institución de persuasión” en tanto que, mediante su capacidad de llevar a cabo inspecciones e investigaciones, puede destapar situaciones de ruptura de derechos e incluso “interponer recursos de amparo e inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional” (López Guerra, 2019, p. 61).
Emulando al modelo del Ombudsman sueco, el Defensor toma la figura de un supervisor de derechos, además de uno de los principales denunciantes ante el incumplimiento de estos, dada su privilegiada posición institucional. Resulta evidente, sin embargo, que sus demandas no pueden ser vinculantes, puesto que, entre otras cosas, no es elegido directamente por la ciudadanía, sino indirectamente a través del Congreso y el Senado. En este sentido, las críticas dirigidas al Defensor y a su función necesariamente han de encuadrarse dentro de un marco consecuente con su posición y sus limitaciones, esto es, dentro de la lógica del Estado-nación y la razón mediante la cual opera.
La cuestión podría resumirse de la siguiente forma: el Defensor, en su tarea de proteger los derechos fundamentales, se ve limitado por la racionalidad estatal que él mismo encarna y por la tensión que caracteriza a la propia relación entre tales derechos y los diferentes modelos de Derecho Comunitario, Internacional y Estatal. Dicho de otra forma, la función del Defensor nunca puede ser desempeñada de forma efectiva, ya que iría en contra de la lógica de la estructura que, en última instancia, permite su existencia.
Como punto de partida, es importante resaltar las interacciones entre estos tres tipos de derecho. Sobre el papel, el Derecho Internacional (que entre otras cosas incluye las Convenciones de DDHH, de los Derechos del Niño, y el Convenio de Ginebra de 1953), es prioritario sobre las otras dos formas de Derecho, el Comunitario y el Estatal, de entre los cuales el primero tendría prioridad sobre el segundo. No obstante, el funcionamiento de los Estados en relación con la inmigración está marcado por una tensión inmanente a tal jerarquía. En efecto, las directivas de la UE y del Estado español a menudo actúan bajo la aparente rúbrica de los DDHH a la hora de legitimar el alcance de sus objetivos estratégicos independientes. Como ejemplo, podemos señalar el Plan África del Estado español del periodo 2006-2008 que, si bien se presentaba como un mecanismo de extensión de los DDHH en el continente africano, tenía como objetivo primordial la inversión energética y fronteriza en los países, esto último con el objetivo de gestionar los flujos migratorios a la Península Ibérica (Pisarello y Aparicio, 2006). A nivel comunitario, el papel desempeñado por la Agencia Europea para la Gestión de Fronteras (FRONTEX) y su financiación de la policía senegalesa (Andersson, 2014), además de la “Política Europea de Vecindad” (PEV) impulsada por la UE, representan el mismo fenómeno.
Esto es resultado de dos características propias de la estructura del Estado-nación. En primer lugar, la extensión de la gestión de las fronteras por parte de los Estados europeos en colaboración con los africanos es una extensión natural del proceso de “gubernamentalización” presente desde el génesis del Estado moderno y descrito por Foucault como aquel donde “los problemas de gubernamentalidad y las técnicas de gobierno se convirtieron efectivamente en la única apuesta política y el único espacio real de la lucha y las justas políticas” (Foucault, 2006, p. 137). Esto implica que, si bien la pugna por el reconocimiento de los DDHH consiguió que el Derecho Internacional se impusiese de iure al derecho Comunitario y Estatal, el Estado sigue constituyendo la unidad que de facto determina el reconocimiento de los individuos.
De esto se deriva la segunda característica: la protección de los sujetos que encarna el reconocimiento formal de los derechos fundamentales por parte del Estado-nación sólo es realizable de manera efectiva bajo la premisa de la integración de estos. Aquí el concepto de integración, patrocinado por la acción estatal, se encuadra bajo la pretensión de los Estados europeos de incorporar a la población extranjera a unas instituciones sociales y culturales definidas de forma interna, con el fin de asegurar una percibida continuidad histórica. Es decir, bajo la primacía del Estado-nación como último garante de los derechos, estos sólo pueden ser eficientemente asegurados en el caso de sujetos que encajan con las técnicas de gobierno predispuestas por cada territorio. El caso europeo es especialmente paradigmático dentro del llamado Norte Global, ya que, al contrario que en países como EE. UU., sus instituciones de construcción nacional no han sido diseñadas en torno a la inmigración, sino en base a distinciones territoriales específicas (Favell, 2003).
Así, la tarea del Defensor del Pueblo es una extremadamente limitada por razones que atañan a su propio diseño. Como supervisor institucional independiente de los derechos fundamentales, el Defensor forma parte de la misma razón de Estado que legitima los acuerdos y agencias de control fronterizo de los Estados europeos, aun sirviendo para denunciar públicamente a estos. Por otro lado, y al igual que las críticas al capitalismo cumplen la doble función de evitar algunos de sus excesos al mismo tiempo que lo permiten legitimarse ideológicamente (Boltanski y Chiapello, 2007), el Defensor del Pueblo está condenado a tapar las grietas de un marco de aplicación de los derechos fundamentales extremadamente limitado. En otras palabras, ante el baremo establecido por los derechos, el Defensor desempeña un papel que nunca podrá ser suficiente. Como recuerda Derrida sobre el derecho de la hospitalidad:
Hoy una reflexión sobre la hospitalidad supone, entre otras cosas, la posibilidad de una delimitación rigurosa de los umbrales o de las fronteras: entre lo familiar y lo no familiar, entre lo extranjero y lo no extranjero, el ciudadano y el no-ciudadano, pero sobre todo entre lo privado y lo público, el derecho y privado y el derecho público, etc. (Derrida, 2008, p. 51).
Es decir, al igual que la hospitalidad en la era contemporánea, los derechos no pueden escapar del cálculo jurídico-político, a pesar de su pretendida universalidad.
Esto no quiere decir que su labor sea insignificante, más bien al contrario: dentro de la lógica del Estado, el Defensor sirve para recordar una serie de derechos que, si bien negativos, tienen una función simbólica nada desdeñable. Por otro lado, su accesibilidad, si bien mejorable, lo pone a disposición de la mayoría de las personas y organizaciones. En último término, y a pesar de condicionamientos estructurales varios presentes en las sociedades contemporáneas, el impacto cualitativo en las personas debería ser el criterio bajo el que juzgar el funcionamiento de un organismo concreto. Por tanto, aun siendo producto de una razón de Estado que cohíbe su misión como figura protectora, no debemos desestimar el papel que el Defensor del Pueblo desempeña en el Estado-nación contemporáneo.