En un parque cualquiera, tras la salida del cole en el otoño, las familias comentan… Nuestro hijo no para quieto, todo el día está corriendo, saltando y buscando lío. A veces nos agota. Otra familia asiente con resignación: Te entiendo, el mío es igual. Qué suerte tienen quiénes tienen niñas, que son mucho más tranquilas, obedientes y fáciles de llevar, como mucho que te hacen un drama. Este tipo de conversaciones, sorprendentemente habituales en la vida cotidiana, reflejan cómo los estereotipos de género se cuelan en lo cotidiano: la energía y el desorden se asocian a los niños, mientras que la docilidad o la emocionalidad se atribuyen a las niñas.
Los estereotipos de género son representaciones mentales, en gran medida inconscientes y automáticas, que generan expectativas concretas sobre cómo deben comportarse las personas según su género (Ellemers, 2018). Desde etapas muy tempranas, tanto niños como niñas van construyendo su identidad a partir de estas ideas y aprenden a comportarse de acuerdo con lo que socialmente se espera de ellos.
Para comprender mejor cómo se configuran estas expectativas sobre lo que se considera “masculino” o “femenino”, la psicología social propone el Modelo del binomio agencial-comunal que organiza los rasgos de personalidad en dos dimensiones. La dimensión comunal agrupa características relacionadas con el cuidado y la conexión con los demás, como la sensibilidad, la sociabilidad, la interdependencia, la cooperación y la empatía. Mientras que la dimensión agencial se vincula con la autonomía y la acción, incluyendo rasgos como la autosuficiencia, la extroversión, la independencia y la racionalidad (Abele, 2003). Tradicionalmente, la primera se ha asociado al género femenino y la segunda al masculino (Abele & Wojciszke, 2007).
Pero ¿cómo se traducen estas asociaciones en la vida real? La literatura científica nos muestra qué comportamientos se consideran socialmente apropiados o inapropiados, según el género. En el caso de los niños, no se les asocia precisamente con ser callados, pasivos o tímidos (Cridland et al., 2014), ni con expresar de manera intensa sus emociones (Plant et al., 2000). Tampoco se espera de ellos que sean complacientes, cariñosos o cooperativos (Koenig, 2018). Por el contrario, se les atribuyen otros rasgos como la dominancia, la agresividad o la falta de delicadeza y sobre todo, se espera que no lloren (Martin, 1995). Así, la sociedad les empuja a mostrarse decisivos, competitivos, autosuficientes, ambiciosos y atrevidos, mientras que las cualidades como la sensibilidad, la comprensión, el cariño o la calidez se consideran impropias de su género (Spence & Buckner, 2000). Dicho de otro modo, todo aquello que sí se espera de las niñas, que sean silenciosas, cariñosas, sensibles, que no molesten y que no llamen la atención, queda excluido de lo que es considerado como propio de lo masculino (Seidman et al., 2005).
Estas expectativas de género actúan como una auténtica profecía autocumplida. Muchos niños acaban valorando en mayor medida, ser competitivos y ganar (Grosser et al., 2021) que el cooperar o mostrarse asertivos (Fyffe & Hay, 2021). También consideran deseable, para “ser verdaderos hombres”, evitar mostrarse tímidos, débiles o sensibles (Koenig, 2018). La investigación apunta, además, a que los niños suelen construir su identidad en torno a lo que “no deben ser”, justo lo contrario de lo que sucede con las niñas, cuya socialización se centra en conductas y rasgos considerados deseables (Koenig, 2018). Esto refleja una diferencia clave: mientras que a las niñas se les educa en “lo que deben hacer” a ellos se les educa en función de lo que “deben evitar”. De hecho, la base de la masculinidad tradicional se apoya en este rechazo a todo lo que no se considera masculino (Conell & Messerschmidt, 2005).
Pero ¿qué ocurre cuando un niño no encaja en estas expectativas? ¿Cuáles son las consecuencias de no comportarse como debe?
El problema es que este mandato no solo lo interiorizan los propios niños, sino que además lo vigilan entre ellos. Quienes se desvían de lo que se considera “masculino” son, a menudo, rechazados y señalados por sus iguales (Doey et al., 2014). Este control entre pares se conoce como “vigilancia de la masculinidad” y consiste en supervisar el comportamiento de los demás y en castigar socialmente cualquier actitud “poco masculina” (Reigeluth & Addis, 2015). Los niños que muestran actitudes tradicionalmente femeninas son los que sufren un mayor rechazo, llegando a ser acosados mediante agresiones físicas y verbales (Gini & Pozzoli, 2006; Martin & Dinella, 2012).
Estos ideales de masculinidad también influyen en el manejo de las emociones de los niños. Se les enseña a ignorar sus problemas emocionales (Asp-Onsjö, 2014) y a evitar mostrar vulnerabilidad; de hecho, el simple hecho de llorar se interpreta como señal de debilidad (Vingerhoets et al., 2001), salvo en contextos en los que la sociedad percibe como “masculinos”, como competiciones deportivas (MacAarthur, 2019). Como resultado, se les acaba enseñando a manifestar su tristeza o malestar de forma más agresiva y disruptiva, y, sobre todo, diferente a como lo hacen las niñas (Oransky & Marecek, 2009) que suelen exteriorizarlo de manera más silenciosa o indirecta (Gershon, 2002) y a quiénes sí se les permite llorar y mostrar tristeza.
En la escuela, esta prohibición para expresar las emociones tiene consecuencias; por ejemplo, el profesorado tiende a reconocer con mayor facilidad problemas internalizantes, como la ansiedad o la depresión, en niñas que en niños (Loades & Mastroyannopoulou, 2010), muchas veces sin ser conscientes de este sesgo (McKeon, 2020). En el caso de los niños, sus síntomas suelen expresarse de manera diferente y pueden confundirse con trastornos externalizantes, como el TDAH, caracterizado por agresividad, agitación o conductas disruptivas, rasgos que encajan con lo que se espera de lo masculino (Mphahlele et al., 2023). Esta confusión contribuye a que el TDAH se diagnostique con mayor frecuencia en niños a la vez que invisibiliza su sufrimiento emocional (Young et al., 2024). Incluso el profesorado reconoce que los niños que expresan abiertamente sus emociones son vistos como ejemplos de una “masculinidad alternativa” (Odenbring, 2019).
A esta dificultad para reconocer y validar sus emociones se suma otra barrera, y es que los propios niños tienden a no pedir ayuda cuando se sienten mal, ya que hacerlo también se percibe como signo de debilidad (Cleary, 2012). En cambio, las niñas informan tres veces más habitualmente de sus problemas emocionales y tienden a exteriorizarlos (Wiklund et al., 2012). Este silenciamiento del malestar emocional de los niños se ha vinculado con ideas suicidas en la población masculina (O’Beaglaoich et al., 2020), un hecho alarmante confirmado por datos de la OMS (2021) y del INE (2023), que muestran que los suicidios en hombres triplican a los de mujeres.
El panorama descrito hasta ahora es preocupante ya que los estereotipos de género no solo condicionan el comportamiento de los niños, sino que también restringen la forma en que pueden expresar sus emociones y, en los casos más graves, ponen en riesgo su salud mental (Pearson, 2023). Pero, aunque es cierto que la sociedad transmite y refuerza estas ideas desde muy temprano, también es cierto que existen espacios privilegiados para empezar a transformarlas. Uno de los más importantes es la escuela. Un espacio donde los niños y las niñas pasan gran parte de su infancia, aprenden a relacionarse y construyen referentes.
Repensar la masculinidad implica ofrecer a los niños alternativas para construirse de otra manera, más allá de la rigidez de los mandatos tradicionales, abriendo la puerta a masculinidades más cuidadoras, empáticas y diversas, que les permitan relacionarse de forma sana consigo mismos y con los demás. Una propuesta educativa interesante surge de la Feminist Theory of Caring Masculinities (Moura, 2024), que invita a dejar de centrar la educación únicamente en castigar o reprimir conductas agresivas o dominantes y, en su lugar, educar en el cuidado y la cooperación. Este cambio de perspectiva no solo cuestiona la manera en que los hombres se relacionan entre sí, sino que enseña a los niños a cuestionar la masculinidad tradicional, lo que significa abrir el camino hacia masculinidades más sanas, libres de homofobia, de violencia de género y más conectadas con la empatía y la comunalidad (Peña y Ríos, 2011).
Para avanzar en esta dirección, es clave que el profesorado reciba formación en cuestiones de género y que se promuevan programas educativos que generen espacios de diálogo, tanto individual como colectivo. Un ejemplo es el programa australiano Silent is Deadly, que ha obtenido excelentes resultados al enseñar a los niños a dejar de lado la autosuficiencia, a expresar sus emociones y a comprender las consecuencias personales y sociales de encajar en un modelo de masculinidad rígido (Calear et al., 2021).
Éstos son solo unos ejemplos, pero apuntan a una misma dirección: si queremos que los niños crezcan con más libertad, menos miedo y mayor bienestar, necesitamos que la educación, en el aula y en la comunidad, abra espacios de diálogo, promueva referentes alternativos y ofrezca herramientas para construir masculinidades más cuidadoras y diversas. La responsabilidad no recae en un único ámbito, sino que es un esfuerzo compartido en el que familias, docentes y comunidades educativas pueden aportar de manera conjunta.
*Agradezco a mi directora de tesis, Victoria Plaza, su guía y orientación en el desarrollo de este artículo divulgativo, logrando que las ideas iniciales se consolidaran en un texto claro y accesible para su difusión. Su constante disponibilidad docente, su generoso acompañamiento y su visión comprometida con la divulgación de un trabajo necesario y transformador en materia de género han sido claves para la realización de este artículo.