La tesis principal de Francis Fukuyama contenida en su libro El fin de la historia y el último hombre (1992) nos permitirá presentar a Neddy, personaje ideado por John Cheever en su cuento alegórico El nadador (1964), un singular alejamiento de la realidad con final desencantado. En nuestra interpretación de la aventura de Neddy, mencionaremos la idea de movimiento de Henri Bergson. Concluiremos con una breve reflexión actual.
I.
En El fin de la historia y el último hombre (1992) Francis Fukuyama interpreta a Alexandre Kojève —que a su vez explica a Friedrich Hegel— para concluir que aquello que el ser humano ha estado buscando a lo largo de los siglos lo ha hallado, al fin, en la democracia liberal, forma de gobierno que brinda el mejor futuro posible para la humanidad, y que ha sustituido la relación señor-siervo por el reconocimiento universal entre iguales, poniendo, así, fin a la historia. En esta coordenada, Fukuyama define los rasgos de quien ha de ser el último hombre, un ser poshistórico agotado por la experiencia de la historia que ya no encuentra causas por las que luchar —con la salvedad, claro está, de la contienda económica—.
Si asumimos que la verdad consiste en una cierta correspondencia entre el pensar y el ser, entonces cabría contrastar la tesis principal de Fukuyama —el pensar— con la realidad —el ser— a efectos de discernir cuánta verdad acoge. La realidad es que las tres décadas transcurridas desde el año de publicación del citado libro han estado repletas de historia(s) relacionada(s) con repuntes nacionalistas —esto es, iracundia tribal—, guerras, dogmatismos religiosos, idearios populistas y líderes pendencieros. Por otro lado, aquel que anuncia el final de las ideologías esconde, generalmente, la propia, ya sea de forma consciente —interesada— o inconsciente —ingenua—. A la tesis principal del fin de la historia podríamos añadir un interesado adverbio de modo, a saber: afortunadamente o lamentablemente. El primer adverbio lo utilizaría el individuo racionalista, mientras que el segundo lo emplearía aquel más dionisiaco, proclive a las aventuras, incluidas las bélicas.
II.
Neddy, protagonista del cuento The Swimmer (1964), sintetiza a la perfección quien ha de ser el último hombre, ese habitante del mundo poshistórico, proclive a las aventuras yo, mí, me, conmigo y a experimentar vivencias cada vez más intensas —quizá debido a su avanzada edad histórica—. El personaje ideado por John Cheever nada a crawl un río imaginario —formado por piscinas— que cruza el barrio residencial donde vive, una suerte de travesía onírica que le hace perder el contacto con la realidad. Neddy no fue el primero en querer regresar a casa. Así, el héroe legendario de la mitología griega, Odiseo, acometió también esta empresa y logró volver —entre rocas oscilantes e islas nebulosas— al hogar en el que le esperaba Penélope. Al nadador, en cambio, no le espera su mujer, Lucinda, quien solo está al comienzo de este distorsionado viaje de regreso ¿hacia dónde? —quien preocupado está de sí mismo rompe todo vínculo—.
El protagonista del cuento vive ajeno al lado desagradable de la vida, en un entorno construido primordialmente de apariencias, de cara a los demás. Acepta y rechaza invitaciones en virtud de un código que responde a una estricta jerarquía social. Su posición y el color de su piel le permiten nadar en las piscinas de otros —sin haber sido invitado— con la confianza de que será bienvenido allá donde nade —quien preocupado está de sí mismo no percibe los problemas ajenos—.
En Historia de la idea del tiempo (1902-1903), Henri Bergson escribe que la propiedad fundamental de todo ser vivo es la de envejecer, la de encaminarse hacia la muerte. El envejecimiento, por tanto, es lo esencial que tiene el ser humano en la vida. Esto supone, arguye Bergson, que la vida es un movimiento. La de Neddy parece haber experimentado una suerte de aceleración, pues al final de la aventura —con los pies puestos en la tierra— percibe el paso del tiempo. Abotargado, ensimismado, indeciso, repentinamente envejecido, Neddy, paradigma del ser poshistórico, ha perdido el contacto con la realidad —la datación cronométrica de la aventura ha fallado—.
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AQUÍ las extravagancias, el infantilismo sin edad, el ruido de quien no para, el universo acumulativo de vivencias novedosas, la frivolidad exhibicionista —acrecentada desde hace un tiempo por las redes sociales y la mensajería instantánea—, o la previsible patología fear of missing out. La criatura contemporánea de la orilla privilegiada de la historia ha quedado lejos de sí, y lo está sin saber bien el porqué. Tanto es así que, últimamente, ha puesto la mirada en las gélidas aguas del silencioso Encélado, satélite de Saturno. Quizá ALLÁ, distante, alejado de las corrientes dominantes, dote a su vida —más o menos vacía— de significado, con brazadas tú, ti, te, contigo.
A la historia, como si NADA.

